Todo está en calma, el tiempo
marca su paso lento pero inexorable, como la penumbra del atardecer va dando
paso a la noche obscura.
Tiempo ya sin tiempo, la noche
ya sin esperanza, siembra como nocturnas luciérnagas pequeños brillos en las
ventanas de la calle obscura.
El viento cálido del verano nuestro, estremece sus ramas ya sin hojas del vetusto álamo. Ese álamo que me vio crecer, sigue fuerte como en esos veranos de mis inocentes juegos.
Ese álamo que ha sobrevivido los embates de la creciente urbe, ya casi ilegibles, permite que las yemas de mis dedos palpen las letras indelebles de ese amor que llegó para ser eterno.
Testigo mudo de los que
llegaron y se fueron, espera también mi partida. Pero antes de mi partida, en el
ulular del aire entre sus ramas secas, trae los sonidos que se fueron, con
aquellos temores, aquellas esperanzas, aquellos sueños de intrépidas aventuras.
Hoy, cansado y casi sin
aliento, me recuesto en su recio tronco y en la penumbra nebulosa, como siluetas
fantasmagóricas, en una danza alucinante aparecen vívidos los tiempos que no
volverán.
Una lágrima resbala de mis
ojos, cuando las espectrales siluetan me revelan un pasado de brillo y
alegrías, una esposa que me amó tanto, que mi amor, que pretende ser inmenso,
nunca podrá ser tan grande como el suyo y que me dio la inmensa dicha de poder ver crecer
nuestros cuatro maravillosos hijos, que son el alma mía.
La noche cobra su llegada y su
impenetrable obscuridad me toma por asalto, como ineludible presagio de mi
eterna marcha.
Adolfo Camacho Gómez
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