Mexicali, B. C.

Mexicali, B. C.
Mexicali, B. C. México

domingo, 17 de febrero de 2013

EL INFIERNO SI EXISTE


¡Puta madre!  Dijo el chilango al cruzar la puerta del avión que acababa de aterrizar en el aeropuerto de Mexicali.
Eran los primeros días de agosto.
 En esta tierra aún persistía la cortesía de pasar por los amigos o compañeros de trabajo cuando arribaban al aeropuerto.
 Eran las 10 de la mañana.
Yo llegué en mi fabuloso Grand Marquis del ’82, nuevecito, que contaba con una eficiente refrigeración, por lo que al bajar del automóvil sentí el cálido abrazo de los 98oF una extraña sensación que solo los mexicalenses de corazón podemos disfrutar.
¿Qué tal tu vuelo?  Pregunté.
Muy bien, contestó el chilango…hasta que me bajé del avión… ¡puta madre! Esto es el infierno, y acto seguido hizo la pregunta-afirmación que los mexicalenses odiamos y que la mayoría de los visitantes formulan ¡¿No sé cómo diablos pueden vivir en este infierno?!
Como siempre hago ante esta pregunta, la ignoré. Como respuesta le señalé el carro, abrí la cajuela y guardamos su maleta.
¿Qué temperatura estará haciendo? Preguntó el chilango.
Alrededor de 98 grados, contesté.
Estás loco, eso no puede ser, replicó.
Sonriendo le dije, son 98 grados Fahrenheit.
 Ah sí, replicó, se me olvidaba que todos aquí están apochados… en mexicano ¿Cuánto es?
Muy fácil le dije, a 98 le restas 32 y lo multiplicas por .55556. Sonreí para mis adentros pues sabía lo que a continuación iba hacer.
Acto seguido sacó su flamante mini agenda-calculadora de bolsillo, que en aquellos días estaban tan de moda, como ahora los celulares,  hizo la operación y abriendo los ojos casi gritó ¡36.7 grados centígrados a las 10 de la mañana!
Es correcto le dije, y para entre las 3 y las 5 de la tarde esperamos alrededor de 46 o 47 grados centígrados.
Yo no me bajo del coche, dijo, nos vamos directo a Tijuana.
En esta tierra no se dice coche, se dice carro le respondí, tratando de distraer su atención, lo cual consigo de inmediato.
Si, no me acordaba que todos aquí son pochos.
No… le contesté, los de aquí somos mexicalenses. Se les llama pochos a los hijos de mexicanos nacidos en Estados Unidos  pero solamente en el sur de California. Por cierto la palabra pocho nació del entrelazamiento de dos palabras, pachuco y cholo, ambas de origen náhuatl  o sea tus antepasados y aunque se le quiso dar un tono despectivo, para los pochos era un orgullo ser nombrados de esa manera.  Actualmente las palabras pachuco, cholo y pocho han dado paso al gentilicio Chicano, que de ser también tratado en un principio como un término despectivo se ha convertido en un poderoso símbolo artístico y cultural.
Ya deja de hacerle al sociólogo y dime como van las cosas por aquí.
Todo marcha bien en términos generales, pero es necesario que revisemos a fondo las acciones de la competencia que en el futuro nos pueden perjudicar. No hemos  dejado de ganar mercado mes a mes y no quiero que el segundo semestre se nos caiga.
Bien si quieres lo platicamos en el camino a Tijuana.
Podría ser, pero creo que es necesario que veas y sientas por ti mismo las reacciones del mercado, no quiero que luego te llegue información por otro lado y te quieran sorprender. Yo sé que a ti no te gusta que te agarren los dedos contra la puerta.
Está bien me convenciste, vamos al hotel para registrarme.
Pues ya llegamos.
¡Carajo! ¡Bien sabias queme  ibas a convencer de quedarme!
Lo vas a disfrutar y va a  hacer de mucho provecho para todos. Si mis apreciaciones son correctas puedes sacar de esto un buen plan para toda la región.
Nos detuvimos en la puerta del hotel y bajamos del carro, le di las llaves al botones junto con una propina y le pedí que lo estacionara y llevara la maleta de mi compañero a su habitación. Esperé a que se registrara y lo invité al bar.
Vamos a que te refresques un poco.
El lugar estaba bien refrigerado, como suelen estar estos sitios aquí en Mexicali. Nos sentamos en una mesa frente a un gran ventanal que nos permitía ver una piscina sobre la cual caía un chorro de agua que provenía de una estructura que simulaba el final de un acueducto. A su alrededor había un prado cubierto de un césped muy bien cortado y poblado de palmeras. Dentro, una tenue música llenaba el ambiente.
Por favor denos dos clamatos, pero apenas pintados, le dije al barman, sin siquiera preguntarle a mi amigo que quería.
No me vas a apantallar, ya sé que aquí en Mexicali inventaron el clamato.
Es cierto, no esperaba sorprenderte, pero lo que tal vez no sabes es que el clamato fue inventado en este lugar, en esta barra.
¡No mames! Y dirigiéndose al barman preguntó ¿Es cierto lo que dice este pocho?
El barman se extendió en explicaciones, principiando por la indispensable aclaración en el sentido de que últimamente se quieren robar el crédito de la invención del clamato adjudicándoselo a alguien en la ciudad de Nueva York, para lo cual afirmó con vehemencia ¡Es mentira! Se inventó aquí sobre esta barra.
Salimos a recorrer la ruta, como coloquialmente decíamos al hacer trabajo de campo. Recorrimos media ciudad. Con cada cliente lo presenté como el director general, cosa que le impresionaba a  los clientes y a él le agradó tanto que nunca hizo el menor intento por corregirme.
Para mí ya es la una… para mí ya son las dos, decía el chilango a cada hora, recalcando las dos horas de diferencias de los usos horarios. Insinuando que su horario de comer hacía tiempo había pasado. Insinuación que yo ignoraba cada vez.
La realidad de las cosas es que para una persona que no es nativa de Mexicali o no lleva ya algunos años viviendo en la ciudad, el calor de nuestro verano es verdaderamente insoportable. Produce la sensación de que el aire no le llena los pulmones, siente que se ahoga y no hay suficiente líquido que apague su sed. La ropa, empapada en sudor, le empieza a estorbar y trata de deshacerse de ella  hasta donde su pudor le permita.
Iban a ser las tres de la tarde cuando detuve el carro frente a uno de esos negocios que en aquella época proliferaron en Mexicali y que vendían cerveza de barril en tarros congelados. Al bajarnos del carro el pavimento de la calle parecía vaporar por el fortísimo calor, los ojos del chilango estaban enrojecidos, no sé si por el calor o por el coraje, que ya para esa hora parecía no disimular.
A donde vamos ahora, aquí ya son las tres de la tarde… me dijo.  
Esta es la última parada, le dije a la vez que empujaba la puerta del establecimiento.

Es difícil poder describir la cara de satisfacción que puso el chilango cuando sintió la ola de aire frio que salía del local. Quien para entonces ya traía las mangas de la camisa remangadas hasta los codos y desabotonada hasta la mitad. 
Nos sentamos en dos taburetes frente a la barra y el barman sin preguntar sacó de debajo de la barra dos tarros completamente blancos por la escarcha que los cubría y con un movimiento elegante, como haciendo una media elipse, deslizó uno de ellos contra la boca del surtidor, de tal manera que ésta quedara justo al bode del tarro. Lo fue llenando lentamente casi hasta el tope y luego con un hábil movimiento de la muñeca produjo un copete de espuma que chorreando aún lo  deslizo frente al chilango, repitió la maniobra con el otro tarro y lo puso frente a mi; los levantamos, los chocamos y bebimos la helada cerveza con grandes tragos que al pasar por nuestras gargantas producía el efecto, prácticamente literal, de sentir como nuestros cuerpos se iban enfriando.

El chilango guardó silencio por unos segundos, como tratando de alargar el disfrute de la ambarina bebida. Luego, dando la impresión  de ordenar sus pensamientos dijo:

¡AHORA SÉ QUE HACEN USTEDES PARA AGUANTAR ESTE INFIERNO!