¡Puta madre! Dijo el
chilango al cruzar la puerta del avión que acababa de aterrizar en el
aeropuerto de Mexicali.
Eran los primeros días de agosto.
En esta tierra aún
persistía la cortesía de pasar por los amigos o compañeros de trabajo cuando
arribaban al aeropuerto.
Eran las 10 de la
mañana.
Yo llegué en mi fabuloso Grand Marquis del ’82, nuevecito, que
contaba con una eficiente refrigeración, por lo que al bajar del automóvil
sentí el cálido abrazo de los 98oF una extraña sensación que solo
los mexicalenses de corazón podemos disfrutar.
¿Qué tal tu vuelo?
Pregunté.
Muy bien, contestó el chilango…hasta que me bajé del avión…
¡puta madre! Esto es el infierno, y acto seguido hizo la pregunta-afirmación
que los mexicalenses odiamos y que la mayoría de los visitantes formulan ¡¿No sé
cómo diablos pueden vivir en este infierno?!
Como siempre hago ante esta pregunta, la ignoré. Como
respuesta le señalé el carro, abrí la cajuela y guardamos su maleta.
¿Qué temperatura estará haciendo? Preguntó el chilango.
Alrededor de 98 grados, contesté.
Estás loco, eso no puede ser, replicó.
Sonriendo le dije, son 98 grados Fahrenheit.
Ah sí, replicó, se me
olvidaba que todos aquí están apochados… en mexicano ¿Cuánto es?
Muy fácil le dije, a 98 le restas 32 y lo multiplicas por
.55556. Sonreí para mis adentros pues sabía lo que a continuación iba hacer.
Acto seguido sacó su flamante mini agenda-calculadora de
bolsillo, que en aquellos días estaban tan de moda, como ahora los celulares, hizo la operación y abriendo los ojos casi
gritó ¡36.7 grados centígrados a las 10 de la mañana!
Es correcto le dije, y para entre las 3 y las 5 de la tarde
esperamos alrededor de 46 o 47 grados centígrados.
Yo no me bajo del coche,
dijo, nos vamos directo a Tijuana.
En esta tierra no se dice coche, se dice carro le respondí,
tratando de distraer su atención, lo cual consigo de inmediato.
Si, no me acordaba que todos aquí son pochos.
No… le contesté, los de aquí somos mexicalenses. Se les
llama pochos a los hijos de mexicanos nacidos en Estados Unidos pero solamente en el sur de California. Por
cierto la palabra pocho nació del entrelazamiento de dos palabras, pachuco y
cholo, ambas de origen náhuatl o sea tus
antepasados y aunque se le quiso dar un tono despectivo, para los pochos era un
orgullo ser nombrados de esa manera. Actualmente
las palabras pachuco, cholo y pocho han dado paso al gentilicio Chicano, que de
ser también tratado en un principio como un término despectivo se ha convertido
en un poderoso símbolo artístico y cultural.
Ya deja de hacerle al sociólogo y dime como van las cosas
por aquí.
Todo marcha bien en términos generales, pero es necesario
que revisemos a fondo las acciones de la competencia que en el futuro nos pueden
perjudicar. No hemos dejado de ganar
mercado mes a mes y no quiero que el segundo semestre se nos caiga.
Bien si quieres lo platicamos en el camino a Tijuana.
Podría ser, pero creo que es necesario que veas y sientas
por ti mismo las reacciones del mercado, no quiero que luego te llegue
información por otro lado y te quieran sorprender. Yo sé que a ti no te gusta
que te agarren los dedos contra la puerta.
Está bien me convenciste, vamos al hotel para registrarme.
Pues ya llegamos.
¡Carajo! ¡Bien sabias queme ibas a convencer de quedarme!
Lo vas a disfrutar y va a
hacer de mucho provecho para todos. Si mis apreciaciones son correctas
puedes sacar de esto un buen plan para toda la región.
Nos detuvimos en la puerta del hotel y bajamos del carro, le
di las llaves al botones junto con una propina y le pedí que lo estacionara y
llevara la maleta de mi compañero a su habitación. Esperé a que se registrara y
lo invité al bar.
Vamos a que te refresques un poco.
El lugar estaba bien refrigerado, como suelen estar estos
sitios aquí en Mexicali. Nos sentamos en una mesa frente a un gran ventanal que
nos permitía ver una piscina sobre la cual caía un chorro de agua que provenía
de una estructura que simulaba el final de un acueducto. A su alrededor había
un prado cubierto de un césped muy bien cortado y poblado de palmeras. Dentro,
una tenue música llenaba el ambiente.
Por favor denos dos clamatos, pero apenas pintados, le dije
al barman, sin siquiera preguntarle a mi amigo que quería.
No me vas a apantallar, ya sé que aquí en Mexicali
inventaron el clamato.
Es cierto, no esperaba sorprenderte, pero lo que tal vez no
sabes es que el clamato fue inventado en este lugar, en esta barra.
¡No mames! Y dirigiéndose al barman preguntó ¿Es cierto lo
que dice este pocho?
El barman se extendió en explicaciones, principiando por la
indispensable aclaración en el sentido de que últimamente se quieren robar el
crédito de la invención del clamato adjudicándoselo a alguien en la ciudad de
Nueva York, para lo cual afirmó con vehemencia ¡Es mentira! Se inventó aquí
sobre esta barra.
Salimos a recorrer la ruta, como coloquialmente decíamos al
hacer trabajo de campo. Recorrimos media ciudad. Con cada cliente lo presenté
como el director general, cosa que le impresionaba a los clientes y a él le agradó tanto que nunca
hizo el menor intento por corregirme.
Para mí ya es la una… para mí ya son las dos, decía el
chilango a cada hora, recalcando las dos horas de diferencias de los usos
horarios. Insinuando que su horario de comer hacía tiempo había pasado.
Insinuación que yo ignoraba cada vez.
La realidad de las cosas es que para una persona que no es
nativa de Mexicali o no lleva ya algunos años viviendo en la ciudad, el calor
de nuestro verano es verdaderamente insoportable. Produce la sensación de que el
aire no le llena los pulmones, siente que se ahoga y no hay suficiente líquido
que apague su sed. La ropa, empapada en sudor, le empieza a estorbar y trata de
deshacerse de ella hasta donde su pudor
le permita.
Iban a ser las tres de la tarde cuando detuve el carro
frente a uno de esos negocios que en aquella época proliferaron en Mexicali y
que vendían cerveza de barril en tarros congelados. Al bajarnos del carro el
pavimento de la calle parecía vaporar por el fortísimo calor, los ojos del
chilango estaban enrojecidos, no sé si por el calor o por el coraje, que ya
para esa hora parecía no disimular.
A donde vamos ahora, aquí ya son
las tres de la tarde… me dijo.
Esta es la última parada, le dije a la vez que empujaba la
puerta del establecimiento.
Es difícil poder describir la cara de satisfacción que puso
el chilango cuando sintió la ola de aire frio que salía del local. Quien para
entonces ya traía las mangas de la camisa remangadas hasta los codos y
desabotonada hasta la mitad.
Nos sentamos en dos taburetes frente a la barra y el barman
sin preguntar sacó de debajo de la barra dos tarros completamente blancos por
la escarcha que los cubría y con un movimiento elegante, como haciendo una
media elipse, deslizó uno de ellos contra la boca del surtidor, de tal manera
que ésta quedara justo al bode del tarro. Lo fue llenando lentamente casi hasta
el tope y luego con un hábil movimiento de la muñeca produjo un copete de
espuma que chorreando aún lo deslizo
frente al chilango, repitió la maniobra con el otro tarro y lo puso frente a mi;
los levantamos, los chocamos y bebimos la helada cerveza con grandes tragos que
al pasar por nuestras gargantas producía el efecto, prácticamente literal, de
sentir como nuestros cuerpos se iban enfriando.
El chilango guardó silencio por unos segundos, como tratando
de alargar el disfrute de la ambarina bebida. Luego, dando la impresión de ordenar sus pensamientos dijo:
¡AHORA SÉ QUE HACEN USTEDES PARA AGUANTAR ESTE INFIERNO!
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