EL CAÑÓN DE DOÑA PETRA
“El amor se hace con el
corazón y se deshace con los sentidos”
Emilio
Salgari.
Casa de vacaciones, Ensenada, Baja California |
Era el mes de septiembre de 1961, Casa de vacaciones del Seminario Misional de Nuestra Señora de la Paz en la apacible, en aquel entonces, ciudad de Ensenada, Baja California, yo un adolescente de 13 años. Después de la misa, el desayuno y el aseo de la casa, un grupo de alumnos salimos rumbo al cañón de Doña Petra. Era un paseo corto, de solo unas 6 o 7 horas, pero significaba una gran caminata. Con nuestro lonche de costumbre, dos sándwiches y un refresco, nos enfilamos a una zona totalmente desconocida para mí. Como guía y responsable iba un Frere. Por alguna razón que nunca supe, era una costumbre dirigirnos a los maestros como Frere que significa hermano en francés.
Pues bien, atravesamos el campo de
fútbol y tomamos hacia el norte por lo que era el último tramo de una calle
terregosa que mostraba en un extremo una hondonada producto de los
arroyos que se formaban por las lluvias, del lado izquierdo había un predio
bordeado por altísimos y vetustos álamos que rumoreaban al pasar el viento entre
sus ramas, a la derecha había una fábrica de envases de latas. En ese punto
prácticamente terminaba la ciudad. Lo que hasta ese momento podría llamarse calle,
dejaba de serlo y continuaba en una pronunciada pendiente hasta un gran arroyo
que en ese momento llevaba poca agua.
Luego de atravesar el arroyo solo había
una vereda que nos llevó, después de caminar algunas horas, hasta una ladera
sembrada de naranjos. Nos fue imposible resistir la tentación y en un santiamén
cruzamos la endeble cerca que nos separaba de los jugosos frutos. Nos dimos un
festín y descansamos un rato. Más adelante la vereda también se terminó. Ahora
caminábamos entre matorrales y arbustos, algunos árboles esparcidos aquí y allá
nos proporcionaban un respiro bajo su sombra.
Fue ahí precisamente, bajo la sombra de
un frondoso árbol, mientras consumíamos nuestros refrigerios y en el silencio
de nuestras voces, que pudimos escuchar los ruidos propios del campo; el viento
al pasar entre las hojas, el chocar de las ramas, el canto de un pajarillo y la
respuesta de otro, el crujir de la maleza por el rápido paso de, quizás, una
liebre perseguida por un coyote… ¡y de pronto! Todos nos quedamos petrificados
por un instante, luego nos miramos unos a otros en silencio. Debo decir
primero, que para entonces todo el grupo se había disgregado en pequeños
clanes, nosotros éramos ahora solo cuatro muchachos. Volvimos a escuchar el
ominoso sonido, ahora mucho más cerca, tal vez nunca ninguno de nosotros había
escuchado en la vida real ese sonido, pero por alguna razón los cuatro intuimos
lo que anunciaba. Nos levantamos muy despacio mirando cuidadosamente la tierra
a todo nuestro rededor… y de pronto el sonido nos hizo voltear nuestras miradas
y a una sola voz gritamos ¡Ahí está! Y a tan solo dos metros, metiéndose en un
arbusto vimos a la enorme víbora de cascabel, la temeridad de aquella edad nos
hizo saltar tras de ella, bueno cuando menos a mí, no puedo decir que sintieron
o pensaron mis compañeros, pero me siguieron. Ahora, desde la experiencia que
dan los años, puedo decir que nos enfrentamos a un verdadero peligro mortal.
Debo mencionar que, para entonces, a mis
trece años, yo ya había devorado buena parte de la colección de Emilio Salgari,
y en mi imaginación aventurera, Sandokan el héroe de sus cuentos, tomó el mando
en ese momento.
Ya no era el chiquillo de baja estatura
y esmirriado, era Sandokan. Como una fierecilla tras su presa me lancé a buscar
una rama que tuviera una horqueta, la corté haciendo palanca con un pie, ya que
no disponía de una navaja y me dirigí directamente hacia la serpiente que ya
había abandonado su escondite y se alejaba rápidamente. Con una rápida y corta
carrera logré alcanzarla y clavé mi horqueta un poco atrás de su cabeza, pero
mi herramienta falló, la víbora de cascabel se deslizó sin ninguna dificultad
entre la horqueta. Pero la lucha no había terminado, la seguí hasta un nuevo
matorral donde se arrastró hasta lo más profundo, mis compañeros, que ya se
habían armado con unas largas varas, empezaron a picarle por el lado opuesto de
donde yo me encontraba, su acoso hizo que la víbora de cascabel saliera del
matorral y se enroscara a escaso medio metro frente a mí. Como mi horqueta no
me había servido yo había levantado la primera roca que había encontrado, era
una roca bastante grande, recuerdo que la alcé con las dos manos. Ahora pienso
que tal vez eso fue lo que me salvó la vida. La serpiente ya estaba enroscada
como en un tirabuzón, su cascabel sonaba fuerte y constantemente, como un
resorte acerado liberado de su presión, su cabeza se empezó a levantar en mi
dirección y vi que su boca empezó a abrirse, todo parecía transcurrir en cámara
lenta, fue en ese momento que arrojé la roca, vi claramente como la cabeza de
la serpiente ya venía en el aire hacía mi con su boca totalmente abierta pero
la roca llegó primero sobre su cabeza, con el impacto la serpiente se volvió a
esconder en el matorral y no respondía al acoso de las varas. Pude alcanzar a
ver qué, atrás de su cabeza, exactamente en lo que pudo ser su garganta tenía
una pequeña herida, no había sangre, solo se veía su carne de un color rosa
tenue. Entonces grité ¡Le di! ¡Le di! Empecé a arrancar las ramas del matorral
para llegar a ella y con la mayor inconsciencia, que después de la
cordura que dan los años, al recordarlo, aún siento escalofríos, la tomé detrás de
la cabeza precisamente ahí donde tenía la herida. La jalé con todas mis
fuerzas, pero resistía poderosamente enredada entre las ramas, mis compañeros
empezaron a desenredarla y poco a poco fue apareciendo su verdadera dimensión,
su poder era tal, que a pesar de su herida se retorcía fuertemente, por lo que
tuvimos que contenerla los cuatro con las dos manos, cada uno a un lado del
otro, por lo que estimo que debe haber medido no menos de metro y medio. En esa
posición emprendimos el camino de regreso, era una posición en extremo cansada
y peligrosa, la serpiente no dejaba de retorcerse, por lo que era muy riesgoso
soltarla, ni siquiera nos permitía aflojar las manos, de esta forma el regreso
fue una verdadera pesadilla. Las manos y brazos me empezaron a doler, pero no
me atrevía a aflojar por nada la presión, uno de los compañeros sugirió que la
soltáramos y yo estuve a punto de ceder, pero la sola idea de llegar con las
manos vacías sin la prueba de nuestra hazaña pudo más que el cansancio.
Afortunadamente después de una hora aproximadamente pareció que la serpiente
empezó a cansarse también y uno a uno mis compañeros se fueron turnando para
descansar, yo no podía hacerlo porque mi mano izquierda presionaba la cabeza de
la serpiente y francamente temía que al cambiar de mano me mordiera ya que
intermitentemente la serpiente abría la boca tan grande como podía y mostraba
sus larguísimos y puntiagudos colmillos de los cuales dejaba escapar unas gotas
de amarillento veneno.
Por fin
llegamos, empezaba a caer la noche, la noticia de que llevábamos una serpiente
de cascabel ya se había esparcido, así que el rector ya nos estaba esperando,
dio la orden de que algún compañero de un curso superior se deshiciera
inmediatamente de la serpiente y mi febril idea que venía mascullando durante
todo el camino de regreso, de conservar el cascabel como un preciado trofeo se
desvaneció. Sandokan abandonó la imaginación de aquel flacucho chiquillo y el
Veni Creator Spiritus volvió a ocupar mi mente.
Corolario:
La insensatez
de esos años de juventud, impidió que la intrepidez desbocada tuviera freno
alguno. Cualquiera de mis compañeros o yo mismo, pudimos sufrir una horrible
agonía y morir en muy poco tiempo. Gracias a Dios no fue así. Pero hay algo que
jugo en mi favor, la naturaleza de la propia serpiente. Muchos años después, una
lectura sobre el comportamiento de la serpiente de cascabel, no sé si de todas
las serpientes, me permitió comprender lo que en realidad había sucedido aquel
día. Así entendí que fueron esos milisegundos que me anticipé a soltar la roca,
lo que puso la suerte a mi favor, ya que el instinto de la serpiente la hizo seguir
a la velocidad del rayo el movimiento de la roca, es su defensa natural. ¡Yo no
le di a la serpiente, la serpiente le dio a la roca! Por último, pido mil
perdones por no recordar los nombres de mis tres compañeros de aventura, si
alguno de ellos eventualmente lee este relato agradecería hacérmelo saber. Un
fraternal abrazo.